Francisco: El Pontífice del Sur que Desnudó el Alma del Mundo
El
mundo se ha quedado un poco más silencioso. No se detuvo, nunca lo hace, pero
sí algo angustiado, reflexivo, pensante.
La
muerte de Jorge Mario Bergoglio, nuestro Papa Francisco, deja un hueco que no
solo se siente en la Santa Sede, sino también en cada rincón del mundo. tanto
cristiano como no católico, y en especial de las villas argentinas, en los
bancos gastados de nuestras parroquias, y en el corazón de una patria que vio
partir a uno de los suyos hacia los confines del Vaticano.
Pero
más allá del protocolo y la solemnidad, hoy quiero escribirte a vos, hermano de
tierra y de fe, sobre el hombre que desde Buenos Aires caminó hacia Roma sin
despegar jamás los pies del barro.
Francisco
fue, antes que todo, un pastor. No un monarca ni un teólogo de biblioteca, sino
un cura de calle, de abrazo áspero y mirada firme.
Cuando
asomó por primera vez al balcón de San Pedro aquel 13 de marzo de 2013, no
saludó como jefe de Estado, ni se vistió con las galas características de papas
anteriores. Dijo simplemente: "Hermanos y hermanas, buenas tardes".
Y en ese instante, el mundo supo que algo distinto acababa de comenzar.
Desde aquel día, su pontificado fue una oda a los olvidados.
Puso la mesa para los pobres, los migrantes, los descartados del sistema, y los hizo comensales en un banquete que durante siglos les estuvo vedado. Habló de una Iglesia "hospital de campaña", abierta, herida, sincera. Y si alguna vez se equivocó -y sí, se equivocó-, lo hizo con la dignidad de quien arriesga el pellejo por los que no tienen voz.
En su
encíclica Laudato Si’, le dio alma al grito de la Tierra. Nos recordó
que la creación no es un depósito sin fondo, sino una hermana herida que sangra
por nuestra codicia.
Convocó
a científicos, teólogos, campesinos y pueblos originarios a pensar juntos cómo
vivir sin destruir.
Puso
en el Centro a los jóvenes, y los instó a vivir con alegría y a comerse el
mundo.
Y en
el Sínodo Amazónico, abrazó la selva y sus guardianes. Fue allí donde se animó
a soñar con una Iglesia con rostro indígena, capaz de hablar su lengua, de
entender sus tiempos, de defender su vida.
Pero
no todo fue luz. Francisco caminó entre tempestades.
La
gestión de los abusos sexuales dentro de la Iglesia fue una espina que llevó en
el corazón.
Pidió
perdón muchas veces, y aun así, para muchos, no fue suficiente. La desconfianza
de las víctimas y los ritmos lentos del cambio institucional lo persiguieron
hasta el final.
También
enfrentó críticas por restringir expresiones litúrgicas más tradicionales, como
la misa en latín, que algunos vieron como una pérdida de raíces. Y en lo
doctrinal, su intento por mostrar una Iglesia más abierta hacia la comunidad
LGBT fue saludado por unos y repudiado por otros.
Caminar
en la cuerda floja entre misericordia y dogma no es tarea simple, y su figura,
inevitablemente, polarizó.
Otro punto que generó
debate -y no menor- fue su cercanía con líderes de regímenes autoritarios,
particularmente aquellos de corte comunista. Su diálogo con figuras como los
Castro en Cuba o Nicolás Maduro en Venezuela, Daniel Ortega en Nicaragua, Putín en Rusia, etc. despertó molestias en
muchos creyentes que esperaban una condena más clara ante las violaciones a los
derechos humanos. Francisco optó por la diplomacia del puente, buscando abrir
caminos de reconciliación antes que alimentar confrontaciones, aunque en el
intento dejó la amarga sensación de tibieza frente a las dictaduras.
En
Argentina, su figura generó pasiones cruzadas. Se lo acusó de jugar
políticamente, de estar demasiado cerca del peronismo. Y, sin embargo, nunca se
olvidó de su gente. Aunque jamás regresó físicamente al país, -detalle doloroso
para muchos- cada gesto suyo, desde una llamada telefónica a una madre
desesperada hasta una carta a un comedor popula, fue una forma de volver.
No lo
vimos descender del avión en Ezeiza, pero lo escuchamos en los pasillos de
hospitales públicos, en los cafés del microcentro, en los mates compartidos
bajo techos de chapa. Estuvo en la calle, sin estar en la calle. Y eso, de
alguna forma, también fue un milagro.
Hoy,
el mundo ha perdido un papa. Nosotros, los argentinos, hemos perdido a un
hermano mayor. A uno de esos que rezan por vos cuando vos ya no sabés cómo
rezar.
Su
muerte es un silencio largo, de esos que duelen. Pero también es semilla.
Porque su legado está hecho de palabras sembradas en el alma, de gestos
pequeños que conmueven más que cien discursos.
No hay
pompa que alcance para despedirlo, tampoco él lo quiso en vida. Ni salmo, ni
incienso, ni ceremonia. Sólo queda escribirle desde el corazón.
Querido
Francisco, allá donde estés, tal vez tomando mate con San Pedro, o charlando
con Jesús sobre el barrio de Flores, sabes que dejaste una huella imborrable.
No perfecta, pero sí profundamente humana.
Te
fuiste como viviste: sin brillos, sin ornamentos, con los zapatos gastados y el
corazón lleno.
Gracias,
Papa del Sur.
Que
descanses en la paz que siempre soñaste para todos. Y que el mundo no se olvide
jamás de que, durante un tiempo, la voz de Dios tuvo acento porteño.
Horacio Marcelo Canteros
Argentina. 21/04/2025
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