La mujer sin tiempo. (Cuento)
La panadería, ubicada en la ochava sur
de las calles que linda con una Estación de Servicios, en donde solamente
despachaban carga de Gas Natural Comprimido para vehículos.
En esa Estación de Servicios donde tiempos
atrás seguramente se habrá surtido de naftas, gasoil, y kerosene, los carteles
que apenas se ven desde afuera, denotan largos periodos de tiempo incrustados
en la parte superior donde alguna vez habrán puestos los precios, pero por esas
cosas de la inflación que acecha al país sudamericano, las mismas han quedados
desactualizados.
Buscó entre sus bolsillos algunas
monedas, entregó a la dependienta, y con un gesto adusto hizo una señal de
agradecimiento y giró ciento ochenta grados para retirarse.
Ya pisando el primero de los tres
escalones que dan a la calle, ve como de manera irregular una mujer de unos
cuarenta y ocho años, casi lo choca furtivamente, quien camina en dirección a
la parada de colectivos sobre una de las veredas de la Estación de Servicio.
Si bien no existe una garita o lugar específico
en donde paren los buses, por costumbre el solo hecho de acercarse a la esquina
sobre el semáforo hace que se convierta en parada de bus, aunque allí no exista
señalizaciones.
Espera unos segundos mientras su mirada
no dejaba de ver a aquella mujer con un amplio bolso de color azul, descolorido
por el uso, un pantalón de jeans gastado, unas zapatillas rojas y una blusa
azul claro con vivos negros.
El pelo castaño de esta dama, desalineado,
por cierto, aunque se notaba que estaba limpio, ondulaba mientras el viento que
provoca el paso furtivo de aquellos enormes buses amarillos, que raudamente aceleraba
para no agarrar el cambio de semáforo que se apostaba en dicha ochava.
En ese puede ver que la mujer logra
llegar hasta la esquina donde los buses se detienen, se apoya sobre una columna
de iluminación municipal, y estando casi abrazada al poste de metal, abre sus
brazos y lentamente se desploma dando un fuerte golpe en la acera de la
Estación de Servicio.
Raúl Olivares, quien hacía minutos de la
panadería, trabajaba en una empresa metalúrgica a escasos trescientos metros de
allí.
Se acuerda de un curso de RCP -resucitación
cardiopulmonar- que su empleadora le había impartido de manera obligatoria,
como manera de prevención y cuidado laboral.
Duda en salir al rescate de la mujer
unos segundos, no por su falta de sensatez frente a la dolencia humana, sino
por su insegura preparación en temas médicos.
Al ver que nadie se hacía cargo de la
situación, aunque miraban desconcertados, ordenó a sus piernas que bajaran los
dos escalones restantes de la panadería y emprende una feroz corrida al
encuentro de la mujer de blusa azul. En cuestión de segundos llega de inmediato
a su encuentro.
Le habían indicado en el curso de RCP, que
el proceso de resucitación debe prolongarse al menos cuarenta minutos, por lo
que se olvidó de la bolsa de pan que había comprado dejando casi tirado al lado
de la columna.
― ¿Alguien conoce a esta
mujer? Gritó muy fuerte.
Nadie de los curiosos
respondió.
― ¡Llamen al 911…!
― Ya está en camino, murmuró
un empleado del centro de expendio de combustible, que con billetera en mano
caminaba lentamente hacia la mujer, aunque vigilaba regularmente los puntos de
atención del expendio de gas.
Al ver que la mujer estaba
totalmente inconsciente, procedió casi sin dudarlo a darle vuelta para que su
cabeza quedara mirando hacia arriba, sus brazos extendidos al lado de su cuerpo
y sus piernas estiradas.
Acercó su oído a la boca de
la dama, para ver si respiraba, pero no sintió nada.
Le pidió a una mujer que
estaba cerca que le ayudara a retirarle el bolso desgastado que traía.
Al notar que no respondía a
las señales básicas, coloca sus manos a la altura del corazón de aquella mujer,
en posición de realizar las tareas de RCP.
Posa sus manos en el pecho
de la mujer y empieza a empujar haciendo las cuentas que recordaba vagamente.
Espera unos segundos, vuelve a verificar a ver si respira, y nuevamente empieza
el proceso de estimular el corazón para que reaccionara y volviera a la
normalidad.
Poco a poco, los curiosos
fueron multiplicándose, desde los automóviles que estorbaban a los colectivos
que intentaban pasar para cumplir sus horarios. También se juntaron infinidad
de personas que murmuraban, pero sin comprometerse en el proceso de atención
primaria.
Raúl, insistía en el proceso
de RCP, y su preocupación se incrementaba al ver que el color de la piel de
aquella mujer palidecía y sus labios lentamente se tornaban oscuros.
Al principio intentaba
guardar la forma en cuanto a tratar de no tocar sus pechos, para que no le
adjudicaran intenciones no acordes a las buenas costumbres y al respeto. Pero
al pasar los minutos y acrecentarse la desesperación, no teniendo resultados, a
Raúl ya no le importaban si en su afán de ayudar a la mujer rozaba sus pechos u
otra parte de su cuerpo.
Sabía que eran los minutos
cruciales para lograr la reanimación.
― ¿Alguien me puede ayudar?
Murmuró ya denotando cansancio y desesperación.
Ninguno de los curiosos se hizo
eco del desgarrador pedido, aunque ello no impidió seguir musitando y
observando.
A Raúl le dio la leve
impresión que algunos hasta apostaban por ver a la mujer imbuida en el peor
escenario posible, y eso no importaba a nadie.
Hasta la dependienta de la
panadería que, a varios metros del lugar, parada en la puerta principal del
negocio, observaba como si una película de Netflix se estuviera estrenando en
forma directa. Nadie osaba si quiera en perder un segundo de la proyección.
Su transpiración empezó a
caer en la vereda de la Estación de Servicio, ayudado por el tremendo sol del
medio día de octubre.
Su mente se enfocaba en seguir
la rutina que vagamente recordaba y rogar que lleguen los médicos para que lo
ayudaran en el proceso.
― ¿Quién me mandó a meterme
en este despelote? Se preguntaba, mientras seguía apretando el pecho de la
mujer, contando y parando.
No veía mejoría, y su desesperación
se incrementaba exponencialmente.
A lo lejos escucha como
apagado los sonidos de una sirena de ambulancia.
― ¡Ahí vienen!, ¡vamos
responda señora! Susurraba. Imaginando tal vez, que aquella mujer lo podría
escuchar.
De golpe siente como un frío
arrasador que cruza por su espalda y baja por sus brazos hacia el pecho de la
mujer del bolso desgastado.
El tiempo se detuvo.
Aunque nadie vio la escena,
Raúl imaginó temerariamente que ese frío arrasador no era ni más ni menos que
la Parca.
― Nooo…! ¡Es la muerte…!
Imaginó.
Vuelve a sentir otra
sensación horrible en su cuello, pero esta vez es de calor.
Raúl, no dejaba de hacer la
presión en el pecho contando y descansando unos segundos.
Vuelve a sentir ese calor y esta
vez imagina que una mano que lo toca su hombro derecho.
Gira la cabeza sin dejar de
hacer las tareas de RCP, y una persona vestida de color verde le indicaba con
maletín en brazo, que se alejaran que ellos seguirían el proceso.
Sus brazos no le respondían.
Su cara empapada por la transpiración por el insoportable sol del medio día de
octubre, sumados a los calambres de sus piernas y su mano entumecida, que le
impedía alejarse de la dama. Básicamente, como si fuera una reacción incontrolable,
no hizo caso y siguió probando…
― Un intento más… Le murmuró
al médico.
Un enfermero vestido de
verde, junto a la mujer de blanco, presumiblemente médica, se arrodilló a sus
pies y con un aparado le escuchan el corazón.
La mujer del guardapolvo
blanco, lo mira fijamente como diciéndole que la suerte estaba echada.
― ¡Noo, no paso los cuarenta
minutos…! ¡Signamos por favor…!
El enfermero, de enorme
estatura lo toma por detrás a Raúl y lo levanta, bloqueando que siga apretando
el pecho de la mujer.
― Tranquilo. No hay nada que
hacer.
Raúl, parado sobre la
columna de alumbrado, mira a la mujer como se descoloraba y ve por primera vez
que tenía unos hermosos ojos verdes claros.
― ¿Hora del deceso? Le dice
la médica a su enfermero, como una forma que le diga qué hora exacta debe poner
en los papeles.
Raúl temerariamente percibió
en aquellos expertos de la salud una cuota de insensibilidad o quizás sea el
profesionalismo que provoca a aquellos médicos, que algunas cosas no afecten la
labor profesional. Entendía que era necesario esa seriedad en tales casos de
profunda debilidad, pero le molestaba el tono del dialogo, como si un compañero
de su fábrica estuviera pidiendo una herramienta para apretar un tornillo.
El enfermero de manera
autómata, camina hacia la ambulancia de color blanco con vivos verdes, abre la
puerta trasera y baja de un solo golpe una camilla. Se escucha el ruido de la
camilla golpeando el piso.
Se aproxima a la mujer y de
un par de movimientos la suben y la tapan con una ´amplia manta blanca.
― ¿Conoce a esta mujer? Le
indicó la médica a Raúl, negando éste solamente con la cabeza.
Insiste la doctora, pero
esta vez a los curiosos que estaba apostados alrededor.
― ¿Alguien conoce a esta
mujer?
Todos giraban la cabeza como
negando cualquier tipo de información.
La médica toma su radio
móvil, una especie de aparato celular pero con antena, y empieza a informar
presumiblemente a la central de la empresa de emergencias.
Mientras eso sucede, el
enfermero toma el bolso desgastado, como si fuera un detective privado, arroja
el contenido de este sobre el suelo, para ver algún tipo de identificación.
Entre las pertenencias que
cayeron al cemento, solo se pudo observar unas llaves, una tarjeta magnética
para ser usado en el transporte público, un sweater de hilo color crudo.
― No hay identificación, ni teléfono, ni
dinero. Le dice el enfermero a su doctora. No sabemos si tiene familia, esposo,
hijos, ni su dirección.
Raúl sigue inmóvil observado
a la mujer apostada en la camilla y con la sabana arriba de su cuerpo.
Sentía como un fuego
abrasador le quemaban sus tripas, mientras el tremendo sentimiento de angustia
le imprimía el pecho hasta el punto de no dejarlo respirar.
Sabía que intentó lo que
pudo, pero se interrogaba de manera compulsiva:
― ¿Habré hecho lo
suficiente? ¿Si hubiera intentado otra técnica, la habría salvado? ¿Qué pensará
su familia? Y si tiene hijos ¿cómo será la vida de esos niños?
Los cuestionamientos se
incrementaban, mientras su mirada no se alejaba sobre aquella camilla.
El enfermero, recoge las
pocas cosas de aquella mujer y lo introduce en el bolso desgastado. Se da
vuelta en dirección a Raúl, le toca su hombro derecho, como diciéndole que hizo
lo que pudo, y solo le escucha decir a aquel empleado de la empresa de
emergencias:
―A esta mujer se le acabó el
tiempo…
Horacio Marcelo Canteros ®
Octubre 2020
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